martes, 11 de diciembre de 2007

¿De qué modo la culpa obstaculiza la relación con Dios?

¿Cómo puede ser trabajada?

La culpa es uno de esos temas que tocan la raíz y cuestionan los fundamentos de nuestra antropología y teología. Afrontarla significa recontextualizar de nuevo la propia fe y asumir de modo muy concreto la propia situación del hombre en el mundo.

Para responder a la preguntar con propiedad, debemos distinguir dos términos fundamentales que se relacionan, pero que tampoco existe una clara línea divisoria entre ellos: el sentido de culpa y la culpabilidad. El sentido de culpa[1] señala los aspectos objetivos de la responsabilidad de una acción u omisión frente a una norma legal, un principio moral, o una costumbre social. El fenómeno de la culpa, “constituye una condición básica para la in­tegración del sujeto y para su acceso a la realidad y al mundo de los va­lores. Necesitamos, por tanto, de esa estructura psíquica que proporciona la posibilidad de sentirnos a disgusto cuando nuestro comporta­miento se aleja de las metas que un sano Ideal del Yo nos puede propo­ne”[2].

La culpabilidad, se distingue por la vivencia[3] que la culpa provoca en la persona, sobre todo en su dimensión afectiva. Este sentido de culpa puede “desembocar en una culpabilidad malsana, cuando se rompe la relación significativa o se pierde la proporcionalidad entre sujeto y objeto”[4]. Entonces habrá que hacer un claro discernimiento para diferenciar una sana culpabilidad que se mueve a la transformación de la persona y otra cuyo objetivo es al parecer el autocastigo y la autodestrucción.

El primer modo como esta realidad obstaculiza la relación con Dios es ir perdiendo cada vez la capacidad de reconocer la culpa, puesto que no existiría la posibilidad de conversión, transformación ni cambio[5]. El psicoanálisis, en efecto, nos ha llamado la atención sobre la dificultad que podemos llegar a experimentar para hacernos conscientes y responsables de nuestra culpa. Cuando la culpa no es reconocida, porque el propio narcisismo lo impide, fácilmente se proyecta sobre los demás nuestro propio mal interno y de ese modo, se intenta aliviar el íntimo malestar y peso moral. Sabemos que Dios no puede salvar aquello que nosotros no hemos de verdad asumido.

Lo anterior se profundiza cuando se ha ido perdiendo la noción de pecado. El pecado es una categoría religiosa que no se apoya únicamente en sí misma, sino que constituye un modo de vivir una experiencia radical que afecta a toda persona: la experiencia de la culpa. Es frecuente encontrarse hoy con cristianos que experimentando sentimientos de culpa, no reconocen presencia de pecado en su vida, considerado éste en todas sus dimensiones (personal, eclesial, social). Reconocer la culpa ante Dios, significa colocarse en la postura del publicano, que con humildad no esconde su pecado, asume su propia verdad, y espera el perdón y la misericordia de Dios, para así levantarse y proseguir el camino que el Señor le ha invitado a vivir.

En relación a la culpabilidad malsana, esta dificulta la experiencia de Dios en la medida que tiende a ser más egocéntrica, centrada en el sujeto y no en el daño que ha podido generar con sus acciones u omisiones. Lo que le preocupa es el daño que la situación culpable le puede generar a él como la ruptura de su imagen ante los demás, que se manifiesta generalmente en sentimientos de angustia. Crecer en experiencia de Dios, significa crecer en el amor a los demás, y en amarles, como Cristo nos ha amado. Además con este modo de vivir la culpa, desconocería que Dios es el único salvador y el camino verdadero de conversión, que confía en la misericordia y en la gracia de Dios.

También la experiencia espiritual se ve obstaculizada cuando, experimentamos una culpabilidad de tipo tabú, sobre todo de índole sexual. En ella los sentimientos se relacionan con una primitiva vergüenza, asco y temor, que se suele expresar en términos de pureza e impureza, suciedad, fealdad, mancha, etc., ligados a unos sentimientos pseudoreligiosos, de carácter más instintivos. De esta manera se desconoce a Dios como un creador bueno y amoroso, que nos ha dado el don de ser sexuados, para enriquecernos en nuestras relaciones con Él, con los otros y con lo creado. Una culpabilidad de tipo tabú, nos impide ver que existen otras áreas que necesitan ser integradas con la experiencia cristiana, especialmente la dimensión social de nuestra fe. Esta culpabilidad tabú adquiere una enorme fuerza expresiva en la obsesión neurótica. El escrupuloso se debate angustiosamente con el impulso irracional que le hace sentirse culpable, sin que su libertad tenga nada realmente que decir en el círculo de la penosa compulsividad[6].

Por último la culpa que brota de una tendencia legalista, también puede ser un impedimento para la experiencia cristiana, puesto que la persona ha convertido la norma en un ídolo, dejando de ser un medio para responder a la propia vocación, a la consecución del bien común y de la propia realización personal. Los valores y las normas absolutizadas se convierten en fuente irracional de culpabilidad, mostrando una dificultad para alcanzar la autonomía, dejando al sujeto fijado en estadios infantiles. La culpa no está puesta en relación con la intencionalidad, ni el daño, sino con la misma norma.

Cómo trabajar las dificultades en la vivencia de la culpa.

  1. Reconocer que el fenómeno de la culpa es una realidad humana, que se fundamenta en nuestra propia libertad y necesaria para nuestro propio crecimiento y transformación.
  2. Invitar a profundizar en el propio autoconocimiento, reconociendo sus necesidades y valores, los principales sentimientos que se experimentan y especialmente haciéndose consciente de las heridas y los aspectos vulnerables de su historia personal.
  3. A nivel psicológico, aprender a dar nombre a lo que se esta vivenciando con la culpa: ansiedad, miedo, la sensación física. Aceptar la contradicción que supone la condición humana, y la tensión que se produce entre el ideal que se quiere vivir y la propia realidad personal. En personalidades más narcisistas, aprender a valorar lo que está fuera de uno mismo. Descubrir lo favorable, lo bueno que hay en otros.
  4. Revisar nuestras imágenes distorsionadas de Dios, ya que los fetiches, junto a las reacciones desproporcionadas que brotan de nuestras compulsiones, generan culpas. Tomar contacto con el Dios que nos ha revelado en Jesucristo: misericordioso, que ama incondicional y gratuitamente y que nos llama a sumarnos a su proyecto histórico que es el Reino.
  5. Proponer una catequesis renovada en torno al perdón y el pecado, insistiendo en la dimensión social de la fe cristiana y la consecuencia que tienen nuestros actos u omisiones en los demás. Un sentido de culpa, cuando conduce al arrepentimiento por el daño causado al otro y la ofensa dirigida a Dios, es sumamente liberador.
  6. Hacer un discernimiento para distinguir una verdadera experiencia espiritual cristiana, en su dimensión contemplativa y práctica (mística y ascética) y ciertos actos piadosos, gestos rituales, creencias y dogmas que esconden soterradamente sentimientos de culpa no bien integrados[7].



[1] Sigo la distinción que hace T. Mifsud, Culpabilidad y arrepentimiento: Una perspectiva ética. En: Cuadernos de Espiritualidad 147, 17

[2] C. Domínguez, Experiencia Cristiana y psicoanálisis, Sal Terrae, Santander, 2006, 82-83.

[3] Aunque la culpabilidad es sobre todo sentimientos, he preferido utilizar “vivencia”, para expresar sobre todo su complejidad, ya que hay otros componentes que acompañan al sentimiento de culpa, como son la vergüenza y el miedo. (Cf. A. Ávila, Para conocer la Psicología de la Religión, Verbo Divino, Estella, 2003, 173.) Sin olvidar que una culpa más neurótica, no nos permite distinguir de manera precisa los sentimientos que se genera, siendo estos aunque difusos, muy acentuados. (Cf. M., Szentmártoni, Manual de Psicología Pastoral, Sígueme, Salamanca, 2003. 109).

[4] T. Mifsud. op., cit., 18.

[5] C. Domínguez op., cit., 84

[6] Cf. M., Szentmártoni, op., cit., 112-113.

[7] C. Domínguez op., cit., 86.