viernes, 29 de junio de 2007

Síntesis personal de la Historia del acompañamiento espiritual

1. ¿Cuál creo que es el origen del acompañamiento espiritual: datos históricos que me orientan y mi opinión más antropológica y teológica?

El acompañamiento espiritual (AE) en el sentido moderno no era, estrictamente hablando, una práctica formalizada, y consciente en el cristianismo primitivo. Sin embargo, la dirección y el cuidado de las almas en su sentido más amplio era ciertamente un tema importante en la literatura cristiana primitiva. A continuación, presento un recorrido histórico que nos puede ayudar a ver la tradición espiritual como una gran fuente de inspiración para todos los que han sido llamados al ministerio del AE. Podemos afirmar que el origen de la práctica del AE, en donde existe una intención y un modo de proceder claro, lo encontramos en los Padres del desierto. Ellos iniciaron un movimiento que nace de forma espontánea para vivir el Evangelio de forma radical, no ya a través del martirio, sino desde el alejamiento del mundo y sus ciudades. Desean vivir una vida de ascesis y mortificación del amor propio, para liberarse de todo apego desordenado. Normalmente eran laicos y entre ellos algunas mujeres. Se les llamaba abba o amma, es decir, padre o madre.

SAN ANTONIO ABAD. Se considera al gran Abad Antonio como padre del monacato. Toda la tradición monacal oriental, nos enseña que para seguir al Señor hay que despojarse de los bienes y dárselo a los pobres, ese es el camino espiritual, que lo conducirá a un >. El alma llena de paz entra en un nuevo modo de relación con la naturaleza y con los hombres. El joven discípulo busca a un anciano con quien compartir la vida, sometiéndose con una actitud de fe a la palabra del Anciano, que debía ser una persona exigente, enérgica y con discernimiento. En el acompañamiento se le colocaba atención a los “pensamientos”, hoy los entendemos como los sentimientos, los impulsos y mociones internos. Hacer la experiencia de desierto para lo padres es un nuevo nacimiento que pasa obligadamente por el combate espiritual.

SAN BENITO. En Occidente, unos de los grandes del movimiento monacal fue San Benito. El conocimiento de las reglas anteriores y la experiencia cotidiana le permitieron escribir una regla. Esta vida monástica es afinada según las necesidades de gobierno y está presentado como un camino de retorno a Dios y un combate contra los vicios, donde el arma efectiva es la obediencia. Hemos pasado de la pedagogía de la Palabra con los Padres del desierto a la Pedagogía de la Regla, con la figura del Abad, como sacramento de Cristo, acompañando a sus hermanos hacia la perfección y en el descubrimiento del propio maestro interior, lo que implica descubrir sus propias heridas.

GREGORIO DE NISA. En el texto de De Virginitate de Gregorio de Nisa (371), vemos el llamado que hace a todos los cristianos a adherirse a una vida más conforme al Evangelio, antes que a una vida particular y tomar conciencia de la necesidad de tener un maestro o guía cualificado en los misterios divinos. Ser cristiano significa desarrollar plenamente la vida espiritual dada en el bautismo. Es por eso que las fronteras del ideal monástico y de la simple vida cristiana son mucho menos determinadas que las que serán más tarde. La virginidad aparece como al forma eminente de este ideal cristiano, como anticipación escatológica de la vida resucitada. Así van naciendo escuelas de espiritualidad donde se aprende esta ciencia, formándose grupos alrededor de hombres espirituales: entorno a San Basilio, Juan Crisóstomo o Teodoro de Mopsuestia.

FRANCISCO DE ASÍS. Francisco recibió un llamado a despojarse de todo y no preocuparse por asegurar su futuro. Es para él una revelación que mantuvo toda su vida. El Evangelio será así la norma de su vida, la luz que iluminará su itinerario. Pretendió presentar a la sociedad de su época una nueva manera de vivir, siendo fiel al modelo que propone la Palabra, acogiendo a los pequeños y débiles. Quiso proponer un mundo de paz, frente al torbellino de conflictos que vivió la humanidad en su época. Francisco no tuvo la intención de hacer discípulos, para él, <> a los cuales les desea que lleguen a ser verdaderamente hijos de Dios, pequeños servidores de sus hermanos. A ningún hermano le dará el título de superior, todos serán <>. Francisco acude a sus hermanos y hermanas para discernir la voluntad de Dios para él. Francisco nos enseña a integrar la dimensión contemplativa, con los medios ya conocidos como la meditación, la oración, apoyada por una ascética, entendida como un ordenamiento de la vida y la misión, que es anunciar a Jesucristo.

IGNACIO DE LOYOLA

En los ejercicios espirituales, San Ignacio describe largamente el rol del director que acompaña al ejercitante en descubrir en que situación se encuentra (desolación o consolación), como puede resistir a la tentación y los engaños del demonio, discernir la acción del espíritu y estimular el grado de generosidad. Para Ignacio, se trata de ayudar al ejercitante a vivir en santidad, una herencia que remonta a los orígenes del cristianismo. Vemos un inmenso respeto por la libertad de las personas, pero un respeto que desafía la libertad y autonomía de cada uno.

Ignacio no le dice a la gente lo que tiene que hacer, le entrega una brújula (reglas de discernimiento). Aunque Ignacio reconoce etapas en la vida espiritual, incita más bien a un crecimiento en espiral.

Todo está desde el comienzo, pero todo crece a ritmo pascual, es decir, todo progresa pasando por crisis, superando las dificultades y llegando a cada vez a más. Finalmente Ignacio nos sitúa muy radicalmente en la Iglesia y en su misión. Tanto el que acompaña a otros como el que se hace acompañar han de insertarse en la comunidad eclesial y en su compromiso con el mundo

TERESA DE JESÚS

Para Teresa de Jesús, no hay desarrollo de la persona ni de la vida religiosa sin un ulterior intento de apertura a lo trascendente o de relación personal del hombre con Dios, relación que ella concentra en la práctica de la oración personal, definida como "trato de amistad con Cristo o con Dios" y que se debe convertir en resorte propulsor de acción al servicio de los hermanos. Ella es un "testigo" puro e irrecusable de Dios y de su misteriosa presencia en la historia de los hombres y en la vida de cada persona. Para Teresa de Jesús, la ciencia del director es la condición primera y fundamental. El director, aunque no tenga plena experiencia de los caminos del Espíritu, debe tener al menos un conocimiento doctrinal de ellos, para poder enseñarlos a quienes quizá los van a recorrer totalmente. Por otra parte, no sólo los cristianos inexpertos, sino también las personas de altísimas experiencias espirituales necesitan verificarlas, confrontándolas con la buena doctrina. Según ella misma dice, «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (Vida 36,5); «Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos; de devociones a bobas líbrenos Dios» (13,16); «Buen letrado nunca me engañó» (5,3).

Aprendemos de ella en primer lugar que no se debe absolutizar el propio camino espiritual, así lo dice ella: «así como hay muchas moradas en el cielo, hay muchos caminos para llegar a él>> (Vida 13,13). En efecto, fácilmente el director estima, aunque sea inconscientemente, que su camino o el camino de su Orden o movimiento es el mejor de los posibles, y trata así, con la mejor voluntad, de inculcarlo a todos sus dirigidos. Es un grave error, que puede darse incluso dentro de un mismo instituto religioso, como lo hace notar Santa Teresa por lo que se refiere al Carmelo: «Una priora era amiga de penitencia. Por ahí llevaba a todas (…) Y no ha de ser así, sino que en ese tema, y en todos, hay que «procurar llevar a cada una por donde Su Majestad la lleva» (Fundaciones 18,6-10).

FRANCISCO DE SALES. Francisco de Sales es considerado como uno de los más eminentes modelos de director espiritual. Para él, el camino de la vida devota requiere necesariamente la orientación de un guía: <<¿Quieres de todas veras entrar por la devoción? Busca un hombre de bien que te guíe y te conduzca. He aquí la más importante de las recomendaciones>>. (VD IV, 1). Y encarece la importancia de escogerlo bien, precisando sus cualidades indispensables:

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Posteriormente al Vaticano II, se hizo innegable que el discernimiento espiritual y el acompañamiento volvían a ser de gran utilidad, en una cultura de constante y rápida evolución. El acompañamiento espiritual no es por lo tanto solamente un desafío a la vida consagrada; es un problema que, hoy, concierne al conjunto de la Iglesia. Un redescubrimiento de su práctica, fiel a la Tradición, pero que tenga en cuenta un afinamiento considerable de las sensibilidades y psicologías modernas, podría ser decisivo para el porvenir de la fe en el siglo XXI.

¿Qué se pretende en el acompañamiento espiritual cristiano?

La psicología humanista-existencial, con el nuevo concepto de persona que ha elaborado ha, ejercido una fuerte influencia en las relaciones interpersonales y en el modo de promover un proceso de maduración a nivel tanto psicológico como espiritual. Ya no se entiende al acompañante desde una posición autoritaria, sino que es un facilitador, un compañero de camino. El nuevo planteamiento ha supuesto en el ámbito de la dirección espiritual un cambio radical de método. Los principios de inspiración para llevar a cabo una dirección espiritual, no son verticales, sino basados en una interacción dirigida a estimular los recursos humanos y espirituales presentes en cada uno. La tarea del padre espiritual consiste en estimular y en sostener a la persona a lo largo del camino, limitándose a acompañarla, sin precederla ni sustituirla en la valoración de las situaciones y en la decisión o en la asunción de responsabilidades. Está comprometido a promover en el individuo un nuevo aprendizaje, capaz de iniciar un proceso de conversión, o de purificación, o de ulterior perfeccionamiento en las relaciones con Dios. Podemos decir que el AE es a la vez un encuentro humano y religioso. Sólo en el encuentro con el prójimo llega el hombre a sí mismo; aquí está el lugar antropológico del AE. En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, la pertenencia mutua de los hombres es todavía más íntima; y esta pertenencia es el contexto teológico del AE. Pero ¿qué entendemos por <>? A mi modo de ver, aún persiste una comprensión de lo espiritual como aquellos actos devocionales, tiempos litúrgicos, sacramentos y mediaciones por los cuales yo me encuentro y relaciono con Dios.

Este enfoque es unilateral, la espiritualidad, se puede definir como el accionar del Espíritu Santo, que nos mueve a seguir a Jesucristo personalmente y como comunidad eclesial y a comprometernos en el mundo, para colaborar en la construcción del Reino prometido por el Padre. La espiritualidad debe nutrir todas las dimensiones de la vida y por eso mismo, toda la realidad, puede ser lugar de experiencia espiritual. En último término, la experiencia espiritual será siempre vivir el misterio pascual de Cristo, actualizado en cada momento histórico y cultural. Entonces, el AE no está sólo relacionado con lo estrictamente religioso, como si esto fuera un ámbito aislado, sino también con los hombres concretos y sus problemas. Por lo tanto, aunque el AE se trate de la iniciación religiosa, de la introducción en el encuentro imprevisible y siempre singular con el misterio de Dios y de su palabra, en la discreción de espíritus y el hallazgo de la voluntad de Dios en un caso concreto, e incluso, por más qué ahí esté su núcleo; sin embargo, todo esto debe quedar integrado en la existencia total. Los objetivos generales del AE serían según mi parecer:

1. Acompañar a la persona hacia su propio autoconocimiento;

2. Guiar en el proceso de aceptación de sí mismo y de crecimiento personal

3. Ayudar al otro a desprenderse del yo superficial, para comprometerse con el prójimo

4. Facilitar la búsqueda común de la voluntad de Dios tanto en la vida diaria, como en vista al discernimiento de una vocación específica.

5. En el caso específico de la Formación a la vida religiosa, el AE deberá permitir que los candidatos caminen hacia la personalización de los valores de la vida religiosa, formando y educando en los consejos evangélicos.

Cuando un hombre coincide consigo mismo, también coincide con Dios en lo más profundo. Lo cual deja intacto el hecho de que en este proceso espiritual la razón y la gracia no llegan a coincidir plenamente, de que hay un imprevisible e impenetrable «misterio de la cruz». En la ambigüedad de la historia individual y la colectiva tiene el acompañante su cometido más importante: ayudar a buscar la voluntad de Dios en las circunstancias concretas de la vida.

3. Convicciones y preguntas

3.1. Convicciones

· Para acompañar se necesita estar en comunión con la larga tradición espiritual cristiana.

· Es importante tener una buena definición de espiritualidad, tal como lo hemos presentado en este trabajo.

· Una espiritualidad que se fundamenta en el Misterio Trinitario y Pascual de Cristo y que se nos invita a experimentar de forma personal y comunitariamente, abarcando todas las dimensiones posibles de la persona (corporal, afectivo, cognitivo, relacional) y de la realidad (social, político, cultural).

· La tarea principal del AE, será el de acompañar la vida de la persona, en especial, ayudándole a descubrir el paso de Dios por su historia, permitiéndole profundizar en su propio autoconocimiento e identidad y en la búsqueda de su misión en el mundo.

· Para ello, el AE, debe favorecer una vivencia cristiana de calidad, que le permita madurar y crecer y llegar a la meta de todo cristiano, que es la Configuración con Cristo.

· El acompañamiento espiritual se convierte así en un servicio pastoral imprescindible. Y este reconocimiento implica necesariamente clarificar y potenciar la figura del acompañante, que no nace espontáneamente; se debe ir preparando poco a poco en el arte guiar a otro.

· El acompañante actual necesita la sabiduría que procede de la ciencia y la sabiduría que viene de la experiencia del Espíritu. Por eso es importante fijarse en las actitudes más profundas de Jesús para llegar a asimilar los métodos del Buen Pastor y recoger las enseñanzas de la tradición.

3.2. PREGUNTAS

1. La influencia de la psicología ha sido positiva, Pero se corre el riesgo de transformar el AE, en una pseudo-psicoterapia. ¿Cómo descubrir el aporte original del AE? Será necesario para ello, seguir recuperando la sabiduría de la tradición espiritual cristiana.

2. Por una parte, nace en muchos sectores de la Iglesia la necesidad de formar acompañantes espirituales, pero por otro lado, surge el abandono de la práctica en algunos movimientos laicales y en la vida religiosa. La necesidad del AE, debe ir de la mano de la comprensión que implica un proceso y no sólo entenderlo como una ayuda para un momento determinado y preciso.

3. En el Sínodo de Santiago, una de las líneas de acción presentadas va en la perspectiva de la formación de laicos que puedan acompañar espiritualmente a otros fieles. ¿Hay una real voluntad eclesial de formar a laicos? Mi impresión, es que muchos sacerdotes, aunque consideran oportuna esta necesidad, mantienen una actitud clerical, al considerarse como más preparados para esta misión.

LA MADUREZ AFECTIVA EN EL JOVEN ADULTO

Orientaciones para la formación a la vida religiosa

RESUMEN

El presente trabajo desea plantear las tareas principales que se piden al joven adulto religioso haber madurado en la dimensión afectiva, después de un período de formación inicial. Para ello, hemos intentando definir principalmente el concepto de madurez y desde las categorías teóricas de E. Erikson, formular las metas principales que debe alcanzar todo joven que desee alcanzar una consolidación vocacional. Dos grandes ejes nos orientan en la búsqueda de estos objetivos: LA IDENTIDAD v/s confusión y LA INTIMIDAD v/s el aislamiento. Una base humana sólida y un conocimiento de sí mismo realista, nos permitirá ir sosteniendo en el tiempo las opciones radicales que supone una entrega total en la vida religiosa.

INTRODUCCIÓN

Sin duda que para la vida religiosa hoy, la formación de los candidatos es uno de los desafíos más importantes. De eso depende no solo el futuro de cada comunidad, sino que también el servicio y la misión que desempeñan en medio del mundo; su significatividad, será el valor añadido que permitirá darle mayor sentido a la vida y a tantas personas que esperan una palabra de esperanza ante el sin sentido y el dolor. En la vida religiosa existe un proceso claro y especificado. Las etapas permitirán ir discerniendo la vocación y confirmando el llamado a través de un itinerario personal de crecimiento, de la vida comunitaria y de la capacidad de servir a los demás a través de un carisma específico.

El período de formación inicial de un religioso dura de diez a doce años, siendo el momento culminante la profesión perpetua de sus votos. Este es un período largo, pero necesario puesto que no estamos formando sólo un aspecto, como podría ser lo académico y profesional, sino que es toda la vida y en todas las sus dimensiones. Desde esta perspectiva, en este trabajo, queremos profundizar especialmente en su dimensión afectiva, eje de toda experiencia humana y espiritual y nos plantamos descubrir cuales son las principales tareas que en esta dimensión el religioso debe haber alcanzado, sabiendo que la formación es permanente y la madurez en todas las dimensiones, debe ser constantemente renovada y actualizada.

I. La situación del joven religioso adulto

Este trabajo desea poder la mirada en la etapa de formación llamada Inicial. Las etapas de formación en la vida religiosa, normalmente se han dividido en Postulantado (1-2 años); Noviciado (2 años) y etapa de Juniorado (6 años aprox.) Esta etapa termina con la profesión de los Votos Perpetuos, en donde el religioso se consagra a Dios para toda la vida y pasa a pertenecer a la Congregación definitivamente. La psicología humana como la espiritualidad ponen de ma­nifiesto dos circunstancias a las cuales debe hacer frente el joven consagrado: el paso de la formación inicial a la pri­mera experiencia de vida más autónoma, unos diez años más tarde, con el riesgo de la pérdida de todo entusiasmo[1]; como efecto del choque con las resistencias del ambien­te a la realización de sus ideales apostólicos[2].

El joven adulto se halla en la plenitud de sus cualida­des físicas y de su entusiasmo espiritual y tiene prisa por confrontar con la realidad sus posibilidades existenciales. Pero no es raro que encuentre diferencias entre los lugares de formación y los del ministerio concreto y experimente por ende la sensación de no haber sido preparado para la realidad concreta. Se pueden encontrar también muchos obs­táculos al deseo de renovar los métodos y los instrumentos, y la interdependencia con los compañeros puede estar llena de dificultades y prevenciones. Todo esto puede provocar las primeras tensiones y desilusiones, y la añoranza de los pe­ríodos precedentes, más descuidados[3].

Para Juan Pablo II se trata de un momento decisivo para el desenlace vocacional: “En la vida consagrada, los primeros años de plena inserción en la actividad apostólica representan una fase por sí misma crítica, marcada por el paso de una vida guiada y tutelada a una situación de plena responsabilidad operativa”[4].

Una decena de años vividos en esta situación pueden bas­tar para producir en el joven la <> y la crisis de realismo y de afirmación de sí. Pero puede ser también una oportunidad para crecer y superar las tensiones. Sin embargo, esta experiencia puede complicarse con la presen­cia de un período de aridez espiritual, de monotonía y de dificultad en la práctica de los consejos evangélicos[5]. Es por eso se hace necesario tener un modelo formativo claro, una pedagogía consistente y recursos humanos que con acertadas estrategias puedan llevar a cabo el proyecto formativo. Uno de los elementos que necesitan mayor acompañamiento es el crecimiento psico-afectivo, no sólo en la vida religiosa sino que hoy por hoy para toda persona, pues es uno de los déficit culturales. Necesitamos acordar que entendemos por madurez y, para poder clarificar las metas que deben ser cumplidas en la dimensión psico-afectiva.

II. El concepto de madurez

El concepto de madurez es importante para la formación. Podemos entender por madurez la meta, el fin de una etapa o podemos entenderla dinámicamente, como algo que se va construyendo sobre otros cimientos. La madurez es un tema que le interesa a muchas personas que desean vivir armónicamente y en equilibrio[6]. Por otra parte, es importante hacer notar el carácter relativo del concepto; es relativo, en el sentido de que no todos los ámbitos de la personalidad son igual­mente maduros; en todo individuo, en efecto, un nivel está más desarrollado que otro; de ahí la conveniencia de examinar qué dimensiones están más desarrolladas y cuáles menos. Un individuo puede gozar de una respe­table madurez intelectual al tiempo que padece una fuerte inmadurez afectiva[7].

La madurez podemos definirla como un <<(…)modo de pensar, de sentir, de ser y de actuar proporcionado a una persona normal, en relación con su edad y con su situación>>[8]. La per­sona es madura cuando su desarrollo diferencial y su integra­ción física, psíquica y espiritual son completos y están conso­lidados. En el caso de los formandos a la vida religiosa se trata de valorar la capacidad autonomía y libertad personal, de inserción eficiente en la vida comunitaria y profe­sional y la capacidad espiritual de eficacia apostólica[9]. Interesante es el planteamiento que hace Javier Garrido. Según nos dice este autor, un día a Freud le preguntaron cuándo una persona es madura y que respondió diciendo: <>[10]. Sugerente respuesta, que me lleva a afirmar que lo que podría configurar la vida humana son, primero, el amor y la calidad de las relaciones interpersonales; y luego, el trabajo, nuestra relación práctica con el mundo exterior.

Por lo tanto no basta tener un mundo afectivo para ser maduro, lo que cuenta es el amor, tanto de sí mismo como de los demás, que dependerá del grado de libertad interior con que se viven las relaciones interpersonales. No basta ser eficaz y ser muy activo, pues mientras tanto podemos estar huyendo de los conflictos latentes. La madurez puede tener un sentido biológico estricto: el ciclo vital que gira en torno a los 30-40 años o puede hacer mejor referencia al desarrollo psicológico, y entonces significaría -siguiendo a Freud- <>[11].

III. Una visión integrada sobre la madurez humana

La madurez es la meta de todo ser humano, especialmente del religioso puesto que debe ir construyéndose desde Cristo, que ha asumido la humanidad en su plenitud. Por lo tanto, desde el punto de vista cristiano, podríamos aceptar desarrollar el concepto de madurez desde la psicología, aún cuando deberíamos buscar la convergencia con la visión cristiana, que da el plus de profundidad a la visión de las ciencias humanas.

Si nuestro esfuerzo es otorgar una adecuada aplicación del tema al proceso de formación en la vida religiosa, creo conveniente partir de los planteamientos de las etapas del desarrollo propuesto por Erik Erikson y que tienen estrecha relación con el planteamiento que ha retomado desde la idea freudiana Javier Garrido.

Erikson propone una teoría evolutiva de la personalidad dividida en ocho etapas sucesivas de tipo psicosocial, que caracteriza notablemente el crecimiento humano. En cada una de estas etapas o ciclos del desarrollo se le presenta al hombre una situación normal de crisis, caracterizada por una aparente fluctuación en la fuerza del yo, así como por un alto crecimiento potencial. La resolución satisfactoria del conflicto planteado deja un saldo positivo en un área de fortaleza personal, quedando preparado para etapas sucesivas, mientras que el fracaso en la resolución de tal crisis genera una debilidad. La vivencia de cada etapa evolutiva implica un carácter evolutivo acumulativo en el que influyen las etapas anteriores, sin que tampoco la determinen por completo. Es por eso si no hemos superado una crisis en el momento oportuno, podríamos crecer en otro momento de nuestra vida, superando los saldos negativos de esa etapa.

Si nos situamos en el joven adulto, creo que sería acertado dejar que Erikson nos iluminara a través de las siguientes etapas[12]:

5ª. etapa (12-20 años): Identidad v/s confusión del rol

6ª. etapa (20-30 años): Intimidad v/s aislamiento

7ª. etapa (30-60 años): Generatividad v/s estancamiento

Desarrollaremos brevemente los aspectos más importantes de las dos primeras etapas antes descritas (primeramente por una razón de extensión y de pertinencia) para poder establecer un marco teórico y descubrir desde ahí, las tareas en el área afectiva que todo joven religioso desea ir logrando. He mencionado la etapa de la Generatividad, pues, aunque no corresponde al período en donde el religioso debe consolidar su vocación, nos indica el camino que deberá comenzar a recorrer para seguir madurando, es lo que llamamos en el ámbito de vida religiosa: Formación permanente.

IV. Las etapas eriksonianas de la Identidad y la Intimidad

4.1. La Identidad

La persona, durante su vida, necesita ir adquiriendo una identidad personal que dé respuesta adecuada a la pregunta “¿Quién soy yo?”, tanto como persona única e irrepetible, como hombre y adulto y como religioso, creyente y cristiano. Sabemos que en las sociedades tradicionales se va prolongando el paso el período de la adolescencia. Lo anterior, debido a que se exige una mayor preparación para el trabajo, pero sobre todo por una cultura juvenil que esta desenraizada de la realidad, que seduce al adolescente a no comprometerse ni adquirir un grado de responsabilidad que su ser persona adulta le exige. La adolescencia es una época crítica en la que se siente la inseguridad, no se sabe lo que se quiere. El adolescente experimenta dificultad para adaptarse a sus responsabilidades e integrar su dimensión sexual. Si superar sin grandes dificultades, se iniciaría la nueva etapa con mayor fidelidad hacia sí mismo, permitiéndole vivir las experiencias configuradas en el futuro.

La adquisición de una identidad madura planteada por Erikson, según Bernard Häring guarda estrecha relación con la toma de la opción fundamental de vida, es decir “dar significación última a nuestra existencia y poner de manifiesto esta significación en cada una e las facetas de nuestras vidas y a lo largo de toda su duración”[13]. Analizando los planteamientos de Erikson con el concepto de opción fundamental[14], Häring descubre que ambas poseen muchos puntos en común, aunque no son lo mismo. “De la identidad proviene la fuerza del ego, tan necesaria para una entrega total. La identidad permite el desarrollo de la generatividad y de la integridad. La descripción que Erikson nos ofrece permite reconocer en ella lo que nosotros llamamos disposiciones y aptitudes básicas en cuanto que toman su dirección y fuerza de la opción fundamental”[15].

4.2. La Intimidad

La intimidad no se confunde con el intimismo adolescente, centrado en sus fantasías y emociones. Se trata de la capacidad de amar y entregarse, de construir un proyecto de vida, con alguien, de una sexualidad controlada y enriquecedora.

“Así, el adulto joven, que surge de la búsqueda de identidad y la insistencia en ella, está ansioso y dispuesto a fundir su identidad con la de otros. Está preparado para la intimidad, esto es, la capacidad de entregarse a afiliaciones y asociaciones concretas y de desarrollar la fuerza ética necesaria para cumplir con tales compromisos, aún cuando estos pueden exigir sacrificios significativos”[16].

Si no se ha superado esta etapa puede existir cierta incapacidad para establecer relaciones auténticas, replegándose a ámbitos seguros y conocidos y realizar un trabajo sin motivación. Se le plantea a la persona una opción entre la intimidad y el aislamiento. De la fortaleza generada en etapas anteriores, dependerá mucho la capacidad de entrega del individuo en relaciones de compromiso a los más diversos niveles: el matrimonio, la paternidad, la amistad, la acción desinteresada en bien de los semejantes. El individuo que no logra establecer contacto personal se aísla de los demás, aún cuando viva con una multitud

V. LA MADUREZ AFECTIVA INTEGRAL

Propuesta de grandes objetivos para la formación

Como hemos analizado, Erikson nos ofrece una síntesis excepcional de gran relevancia y validez que caracterizan al adulto maduro. La clave para este autor está puesta en la adquisición de fortalezas en las áreas de identidad personal y la intimidad en la relación con los otros. Estos dos criterios no sólo pueden ser analizados desde un proceso lineal de desarrollo sino que pueden permitir evaluar la madurez en cualquier momento de la vida del adulto.

5.1. En relación a la Identidad[17]

a) Adquirir un conocimiento de sí mismo

Se refiere al conocimiento realista de uno mismo, a tra­vés de la escucha de las voces profundas del propio ser y de la propia historia. De este modo se puede llegar a una respuesta satis­factoria a las preguntas: <<¿Quién soy?>>, <<¿qué debo ha­cer?>>. De ella depende además la imagen que se tenga de uno mismo y de la propia identidad, antes de pensar en qué dirección se debe avanzar. Lo más importante pues es formarse una idea precisa de uno mismo, de lo que se es y de lo que se puede llegar a ser. Es algo fundamental para la persona: ilumina su mente y con­fiere seguridad a toda su conducta y experiencia.

Allport cree conveniente cotejar de esta manera:

“(…) lo que uno tiene, lo que cree tener y lo que los otros piensan que tiene. Teóricamente, la comprensión de uno mismo de­bería medirse según la relación de lo segundo con lo primero, ya que la relación entre lo que uno piensa que es y lo que realmente es proporciona una definición y un índice perfecto de su intuición de sí mismo. Pero, en la práctica, es extremadamente difícil obtener una prue­ba objetiva de lo que un hombre es en sentido biofísico. Por consiguiente, el índice más útil se obtiene de la relación entre lo segundo y lo tercero; es decir, de la relación entre lo que el hombre piensa que es y lo que piensan los demás”[18].

Este conocimiento de uno mismo tiene en cuenta ante todo las cualidades positivas de la personalidad a todos los niveles de su ser -corporal, afectivo, intelectual, es­piritual- y en todas las experiencias vividas a lo largo de su historia.

Posteriormente, como consecuencia de la plena com­prensión de uno mismo, viene la capacidad para reco­nocer también los aspectos negativos, las limitaciones y los fracasos, y formarse así una imagen íntegra de uno mismo. La persona madura es reacia a atribuir a los demás sus defectos, no recurre a las proyecciones, no culpa a los otros o a las circunstancias, y evita ciertas visiones unilaterales del ser humano y ciertas polarizaciones negativas[19].

b) Capacidad de autoestima

De la imagen de uno mismo, nace la valoración positiva o negativa de su propio autoconcepto. Los sentimientos de satisfacción personal facilitan la adaptación de la persona al mundo de su propia situación. El niño, el joven, el adulto satisfecho de sí mismos son eficientes y eficaces en su rela­ción consigo mismos, con las cosas y con las personas; son abiertos a los valores humanos naturales y sobrenaturales. La imagen negativa de sí conduce al individuo de cual­quier edad cronológica a cerrarse sobre sí mismo. El miedo le impide manifestarse existencialmente en el mundo. Fre­cuentemente toma una actitud más bien defensiva frente a la vida, de lo cual resultan manifestaciones infantiles como ti­midez, agresividad, compensaciones afectivas, delirios infan­tiles, falta de interés, sentimiento de inferioridad, mentira. Los signos de una buena imagen de sí son actitudes tales como: la estima normal de sí mismo, capacidad de cuidarse a sí mismo, es decir, tener una equilibrada preocupación por la propia higiene física, mental y espiritual, buena presentación personal, autenticidad, espontaneidad, simplicidad, modes­tia, facilidad para buenas relaciones interpersonales.

c) Integración del yo

El yo es el centro personal al cual el individuo atribuye la responsabilidad de sus opciones, de sus decisiones y de las consecuencias de éstas. Es también el punto causal de parti­da y de llegada de todas las actividades bío-psicológicas que permiten la dinámica de su ser. A medida que se actualizan sus virtualidades de hombre, él mismo toma en sus manos su propio destino para abrirse camino en la vida. El desarrollo normal del proceso de maduración permite al individuo proveer por sí mismo a las diversas necesidades de defensa y de síntesis relativas a su edad. El joven maduro y el adulto maduro saben escoger, decidir y trabajar según una escala de valores objeti­vamente correspondiente a sus intereses naturales, como se­res plenamente conscientes del puesto que les corresponde en medio de los demás de su mundo. Un joven demasiado dependiente de su formador o supe­rior, que no logra crear por sí mismo las condiciones necesa­rias para poder dominar las circunstancias de su vida y mo­verse libremente hacia su ideal, obviamente está retrasado en algunos aspectos de su personalidad.

d) Aceptación de si mismo y de la propia historia

No podemos dar negar que cada uno de nosotros, tenga semejanzas con los otros, pero somos sobre todo seres distintos y originales. La ignorancia de esta realidad es necesariamente la causa más frecuente de las dificultades de equilibrio en las relaciones interpersonales. Hemos crecido con la creencia que para convivir con los demás hay que ser como ellos. Uno de los grandes desafíos será el poder aceptar con paz y libertad lo que cada uno es y sobre todo las experiencias que le ha tocado vivir a lo largo de su vida. Dicha comprensión de uno mismo prepara el camino para la aceptación global del propio ser, con una acti­tud realista y reconociendo las energías, las posibilida­des, las potencialidades, las riquezas, los talentos, los dones y los aspectos positivos que se poseen. Pero también es importante aceptar las debilidades, los fracasos, las dificultades y pobrezas. Es importante también la aceptación del propio nom­bre, de la propia familia y origen, elementos todos que acompañan al individuo a lo largo de su existencia[20]. Este equilibrio entre el elemento positivo y el negati­vo, es decir, la aceptación del yo real, con su predomi­nio de elementos positivos, es un requisito esencial para la integración psíquica y para el crecimiento espiritual, porque el que no se acepta no madura.

e) Equilibrio y de estabilidad afectiva.

Se observa fácilmente la diferencia entre un individuo emocionalmente equilibrado y otro exaltado y caracterizado por momentos de ira, de pasión o de mal humor. La persona madura controla sus estados emociona­les; domina en ella la razón. Se comporta de acuerdo con la armonía jerárquica de su ser: logra equilibrar adecuadamente el ámbito de la emotividad y el ámbito de la racionalidad y de la interioridad. No se deja diri­gir por su sensibilidad, sino por valores objetivos que le dan seguridad a su ser; no es que el individuo pueda mante­nerse en todo momento <>. Se trata de no reprimir los sentimientos; habrá que reconocerlos, expresarlos, y vivirlos en su justa medida, es decir, reaccionar proporcionalmente a los estímulos que recibe y despojados de todo lo que no es esencial y real, porque ha aprendi­do a ser razonable y a convivir con las circunstancias. A medida que crece va asumiendo más responsabilidades y es más capaz de afrontar los riesgos y posibilidades de fracaso[21].

5.2. En relación con la Intimidad.

a) La capacidad de recibir, de dar y de compartir

El adulto que ha aprendido a satisfacer de modo adecuado sus necesidades y ha tenido experiencias de amor sanas y enriquecedoras, así podrá ser capaz de recibir y de dar afecto de modo adecuado. De lo contrario si no ha tenido una relación positiva con los demás, es posible que como un niño, mantenga una actitud egocéntrica sintiéndose centro de su mundo. La persona madura con relación a su edad sabe recibir (obsequios, regalos, una visita, un homenaje), sabe darse, esto es, renunciar a cosas personales como su tiempo, sus talentos, su amistad, para ayudar a quienes comparten su vida de comunidad; sabe dar sus conocimientos a quienes los necesitan; sabe prestar sus instrumentos de trabajo. Yo diría que un signo de madurez a este nivel es la acti­tud de una cierta disponibilidad para los demás. El egocén­trico está centrado sobre sí mismo. Ser disponible para los demás consiste en una actitud más objetiva, centrada más bien sobre los demás, ser abierto, acogedor.

b) Relaciones humanas cordiales

Relación cordial se refiere por una parte a la relación humana que ha alcanzado una gran intimidad en capacidad de amor, ya sea dirigida a una vida familiar o a una amistad sincera como expansión del ser con los otros. Adopta la actitud de encontrarse con el prójimo a ni­vel profundo y trata de captar su lado positivo, con sus cualidades y sus riquezas. Se abre a una comunicación íntima, sabiendo escucharlo, acogiéndolo y estimándolo en su realidad actual y en su historia. Y al mismo tiempo mantiene un cierto despego, que hace que se le respete y aprecie en su condición humana original[22].

c) Capacidad de empatía

Este respeto de la persona que tiene consigo mismo, lo logra trasladar con sus experiencias vitales a los otros. De este modo desarrolla su capacidad de empatía, de entender el mundo interior de los otros, de captar su cuadro de referencia interno y de cultivar la compasión, sintonizando con su experiencia y sufriendo sus dificultades como si fueran propias[23]. Se entiende la capacidad de empatía como capacidad de aceptar y capacidad de ver el mun­do como lo ve el otro, con su sensibilidad interna y sus emociones pro­fundas, adoptando para ello su punto de vista.

d) La capacidad de autonomía afectiva

Por el concepto de autonomía afectiva entiendo la no-dependencia afectiva[24]. Se necesita lograr a lo largo de estos años la capacidad de que uno mismo sea la primera fuente de amor y de intimidad. Que sea mi propio interior con quien dialogue y me sienta acompañado. La dependencia implica que la persona per­manece subordinado de quien lo acepta y lo trata con afecto y comprensión. Se manifiesta como una necesidad excesiva de la presencia y ayuda de los demás en la vida y en la actividad. Optar por el celibato de la vida consagrada determina un estilo de vida de un cierto grado de soledad humana, por tanto, de un cierto grado de frustración de la naturaleza del hombre, esencialmente social.

e) La capacidad para encarnar y vivir un ideal trascendente

La auténtica vocación religiosa supone una gran sensibi­lidad intelectual y emocional a la realidad del mundo sobre­natural. Se trata de una característica que es fruto de una adecuada educación religiosa en la familia. Se entiende que el candidato ha podido desarrollar esta actitud durante estos años, con un cierto desarrollo de este germen, el cual, a mi parecer, es también ins­tintivo[25].

El buen formador sabe qué debe hacer para ayudar al formando a crecer en su dimensión trascendental. Pienso que el objetivo principal de toda la formación inicial es dar motivos al joven para empeñarse a fondo en la búsqueda de Dios y del significado real de su llamada a seguirlo más de cerca. La experiencia del descubrimiento personal de Dios como aquello que deseamos, que nos atrae con una fuerza irresistible por la comunión con El, es propiamente la primera etapa del proceso de maduración espiritual.

VI. CONCLUSIÓN

La formación a la vida religiosa tiene absoluta conciencia de la necesidad de apoyarse en las ciencias humanas, especialmente la psicología y trabajar en conjunto con las disciplinas teológicas-espirituales. No se tarta de psicologizar el proceso espiritual, pero sin duda, no podemos negar que estamos ante una persona que necesita fortalecer su dimensión humana e integrar toda su historia.

Los formadores deben comprender que la primera actitud hacia el formando debe ser de un profundo respeto a la originalidad de su ser. Solamente el hombre que se siente aceptado logra acep­tarse a sí mismo como él es: sus cualidades, sus defectos físicos, psíquicos, morales. Aceptarse no significa resignarse pasivamente, sino adherirse positivamente a la propia reali­dad, la cual define el puesto justo y el rol para cada persona en el mundo. El hombre maduro a su nivel de edad cronológica es ca­paz de aceptar tranquilamente las manifestaciones de sus im­pulsos instintivos y de sus necesidades físicas y biológicas sin rebelión, sin miedo, sin vergüenza, sin culpa.

La persona madura acepta también todas sus característi­cas y necesidades psicológicas, emocionales y espirituales, o sea de amar y de ser amado, de seguridad y de afiliación, deseo de perfección moral, de sentimiento religioso, de culti­var la intimidad, de aspirar al saber, a la felicidad, a la reali­zación de sí.

La persona afectivamente madura no se lamenta ni se defiende contra su realidad; acepta también las diferencias individuales de todos; irradia una cierta alegría y bienestar por lo que es. Acepta e integra también, en su personalidad, todos aquellos acontecimientos de su historia. Los recuerdos, buenos o ma­los, no turban su equilibrio emocional.

Estimulada desde el inte­rior por una actitud de apertura hacia la trascendencia, des­arrolla espontáneamente una relación interpersonal positiva con Dios. He aquí la fuente de su fe, sencilla y auténtica, de la cual nace su vocación. De ahí que la gozosa aceptación de sí mismo sea un buen síntoma de madurez. Esta es también una de las condiciones que permiten al candidato a la vida religiosa insertarse en el grupo como un miembro eficiente y eficaz para el dinamis­mo apostólico dentro del mismo grupo. Una persona así de­muestra, además, una cierta facilidad para el desarrollo de una auténtica y profunda oración personal.

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NOTAS

[1] Cf. PI 70.

[2] Cf. J. Garrido, Adulto y cristiano. Crisis de realismo y madurez cristia­na, Sal Terrae, Santander 1989, 87-105.

[3] Cf. P. Griéger, La formación permanente en los Institutos religiosos. Problemas psicopedagógicos: Vida Religiosa 58 (1985) 453-465.

[4] VC 70

[5] Cf A. dall'osto, Formación permanente como crecimiento de la persona: Testimonio 4 (1987)4-5.

[6] En los países con mejor bienestar económico, uno de cada cinco adultos padece trastornos psíquicos más o menos graves. La mayor parte de estos conflictos, sufrimientos espirituales, conflictos familiares, so­ledad sin remedio, vagas angustias, vacío interior, desesperación, son soportados en silencio e ignorados por tanto por las estadísticas. Cf. I. Baumgartner, Psicología Pastoral, Sal Terrae, Madrid, 1998, 7.

[7] M. Szentmártoni, dice que cerca del 70% de los adultos en la civilización occidental son inmaduros afectivamente, son primiti­vos desde el punto de vista religioso e infantil. Desde el punto de vista moral. Kohlberg -dice el autor- afirma que “dos de cada tres adultos de la cultura occidental razonan a un nivel primitivo del juicio moral y permanecen en el 3er o 4° grado de su escala, que tiene seis. Cf. M., Szentmártoni, Maturitá affettiva: Orientamenti pedagogici 32 (1985) 120.

[8] P. Finkler, La Formación a la vida religiosa, Paulinas, Madrid, 1984, 126.

[9] Ídem.

[10] Cf. J. Garrido, op. cit., 9.

[11] Ibid., 10.

[12] Cf. E. Erikson, Infancia y Sociedad, Ediciones Hormé S. A., Buenos Aires, 1966.

Las siguientes restantes etapas de Erikson son las siguientes: 1ª. etapa (0-2 años): Identidad v/s confusión del rol; 2ª. etapa (2-3 años): Intimidad v/s aislamiento; 3ª. etapa (3-7 años): Generatividad v/s estancamiento; 4ª. etapa (7-12 años): Identidad v/s confusión del rol; 8ª. etapa (60-… años): Intimidad v/s aislamiento.

[13] B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, Tomo I, Herder, Barcelona, 1981, 178.

[14] Opción fundamental hace referencia a aquella dirección profunda que la persona asume, por la cual podría orientar de manera definitiva su vida.

[15] Ibid., 190.

[16] E. Erikson, op. cit., 237

[17] Para este apartado he seguido especialmente el texto de P. Finkler, El formador y la formación para la vida religiosa, Ediciones Paulinas, Madrid, 1984, 129-150.

[18] G. W. allport, La personalidad : su configuración y desarrollo, Herder, Barcelona, 1968, 691, citado en: B. Goya, Psicología y Vida Espiritual, Paulinas, Madrid, 1997, 180.

[19] Cf. A. Cencini- A. Manenti, Psicología e formazione. Strutture e dinamismi, EDB, Bolonia, 1985, 142. De los jóvenes que inician el novi­ciado o el sexenio de teología, «al cabo de 4 años de formación, el 83% de los varones y el 82% de las mujeres siguen ignorando cuál es (o cuáles son) su debilidad psíquica más importante». El conocimiento de uno mismo sigue siendo, por tanto, parcial.

[20] B. Goya, Psicología y Vida Espiritual, op. cit., 182.

[21] Cf. L. Cían, Cammino verso la maturita e l'armonía, LDC, Leumann-Turín 1981. 203-206.

[22] Cf. B. Goya, Psicología y Vida Espiritual, op. cit., 183.

[23] E. Stein, Sobre el problema de la empatía, Madrid, Trotta, 2004, 14-161

[24] El niño nace ciento por ciento depen­diente de su madre. Sin ella o sin una buena sustituta no puede ni siquiera vivir. La satisfacción adecuada de esta necesidad vital despierta en el niño el sentimiento de seguri­dad. Esta le consiente experiencias que le permiten hacer el descubrimiento de su capacidad. Un niño que se siente amado y está afectivamente satis­fecho es capaz de arriesgarse, porque se siente protegido por la persona afectuosa.

[25] Personalmente considero que la trascendencia es un aspecto inmanente de la estructura antropológico-psicológica del hombre. Esta con­vicción se funda sobre el argumento histórico de que no existe pueblo o tribu primitiva que no cultive la creencia en un valor fuera de la realidad sensible. Seguramente por esto el Señor ha dicho que su ley ha sido escrita en el corazón del hombre.